El Páramo, una historia de terror

El páramo. Un relato de terror.

Antonio Hermoso | HISTORIAS DE OCTUBRE

Sucedió a mediados de los ochenta, no contaría más de 9 años y ya gozaba de una adelantada libertad que me permitía pasar largas horas fuera de casa.
La verdad es que no era una excepción. En aquellos años, entre los quehaceres cotidianos de los padres, no era habitual la continua vigilancia de sus pequeños, tan justificada (o no) hoy en día. No teníamos móviles, ni forma cómoda de comunicarnos con nuestro hogar. Una vez traspasábamos la puerta de casa éramos absolutamente libres. Peligrosamente libres.

Solo surgía cierta preocupación cuando fallabas a horas clave como comida o cena, pero rápidamente se activaba un mecanismo de búsqueda infalible.

Nuestro pueblo, Nájera, era un pañuelo, todos nos conocíamos, y con un par de llamadas de teléfono de ruleta, o consultar a un par de vecinas que dominaran el visillo, de inmediato descubrías el paradero de cualquier zagal (aparte de otros muchos chismes por añadidura).

Esa fresca tarde otoñal, al igual que otras muchas, decidí iniciar un largo paseo. Pasear solo, absorto en mis pensamientos, era algo que a pesar de mi corta edad me encantaba llevar a cabo. Había días que me perdía por los frondosos pinares de los cerros de La Calavera o El Castillo y sus históricas cuevas. Otros días elegía el largo camino hasta el Palacio de Somalo, antiguamente recorrido por comitivas reales. Y no en pocas ocasiones atravesaba matorrales y choperas por estrechas y sinuosas sendas hasta encontrar, y sobre todo cruzar, el peligroso puente colgante de cuerda y tablas sobre el río Najerilla.

No solo los paisajes de cerros, viñedos, almendros y ríos sino también los aromas de pinares, tomillo, hierbabuena… se convertían en una impagable compañía mientras imaginaba mil y una aventuras, mil y una situaciones en las que yo, como no, era el afortunado protagonista.

Pero ese día no. Ese día de finales de octubre fue el último que recuerdo en el que salí a pasear solo.

Caminaba por las traseras del colegio San Fernando con idea de llegar al Paseo de San Julián a través de un estrecho espigón que bordea el Camping El Ruedo. El Ruedo era un lugar de animada efervescencia gracias a la cantidad de turistas que lo visitaban en meses estivales, pero ya casi finiquitado el mes de octubre su aspecto era gris, silencioso y podría decirse que hasta lúgubre. El hecho de que un gato negro cruzara en mi camino tampoco ayudaba demasiado. El felino, por su propia naturaleza, se escabulló a través de los abundantes matorrales que flanqueaban el sendero de hormigón, aunque debo reconocer que se mantuvo desafiante durante un buen rato, poniendo a prueba mi templanza.

Alcancé el Paseo de San Julián justo en el punto que hace de vaso comunicante entre pueblo y naturaleza. El Paseo es un camino de tierra custodiado en sus márgenes por frondosos plataneros que lo cubren por completo, bloqueando la luz de tal forma que queda dominado por una sombra perpetua. Refugio de frescor de caminantes veraniegos y preciosista estampa otoñal.

Unas altivas choperas situadas a ambos lados del camino aumentan aún más si cabe la sensación de oscuridad y aislamiento de esta pintoresca zona najerina.

Avancé unos cientos de metros, ya que dicho paseo, a la altura del ruinoso Molino de San Julián, abandona su lóbrego aspecto para abrirse a campo abierto, inundándose de vida y luz. El camino continúa arropado por campos de trigo, huertas variopintas, alguna que otra chopera, y como no, el murmullo incesante de nuestro querido río Najerilla.

Estamos en la zona conocida como La Manzanera. Unas tierras robadas al río, que los najerinos fueron trufando de cultivos, casas de aperos y alguna que otra finca de recreo.

Dicho camino era el eje principal de mi improvisada excursión, y de cuando en cuando lo abandonaba para perderme por estrechas sendas que se adentraban en la ribera del río Najerilla. Aprovechaba los remansos naturales del río para practicar mi afición favorita, «hacer chaplas» lanzando con cierta habilidad los cantos más redondos y finos, hasta conseguir que rebotaran una y mil veces sobre la tranquila superficie plateada del río, rompiéndola, como si de un espejo se tratara, en cientos de caprichosas ondas.

Seguía discurriendo por variopintos senderos que siempre finalizaban en preciosas estampas de nuestro querido río. No cabe duda que el Najerilla tiene un magnetismo natural, algo mágico que a todos los autóctonos atrae y atrapa.

Como buen crío que se precie, en el río reímos y jugamos, nos bañamos, pescamos (bobas mayormente), y no eran pocos los objetos que en ocasiones recuperábamos del mismo. Ese día concretamente vislumbré un balón, un balón muy similar al que todos teníamos en nuestro hogar.

Hasta podría jurar que uno igual que ese había pasado por mi casa, rodando sibilino entre tebeos de Roberto Alcázar, el Exin Castillos y mis Clips de Playmobil.

– ¡Pena que no sea verano! – Farfullé para mis adentros.

Con un tiempo más cálido no hubiera dudado en zambullirme en las gélidas aguas por conseguir tan preciado trofeo, pero a pesar del sol, el aire era frío. No exageradamente, pero si para dar al traste con cualquier expectativa de baño.

Proseguí la senda y nuevamente me incorporé al camino principal.
Hasta que llegué a la intersección.

En este punto podía optar por el camino de la derecha, la opción más lógica, ya que me llevaba a la zona conocida como Río Cordovín, donde el Najerilla conecta con dicho arroyo, y regresaría al pueblo caminando nuevamente por la ribera, o bien…

… podría tomar el camino de la izquierda.

Seguir por el camino de la izquierda era algo que teníamos totalmente prohibido. Nuestros padres nos insistían mil veces en que nunca fuésemos por ahí. El motivo era una gravera en la que transitaban camiones cargados de material para la autovía que estaban construyendo en Nájera, y era muy peligroso rondar por esa zona.

A decir verdad, nunca vimos camiones por allí, ni la misteriosa gravera, es más, ni el propio ruido que el trasiego de vehículos y una cantera producirían, así que todos pensamos que era una burda estrategia muy poco elaborada de nuestros progenitores para que, simplemente, no nos alejáramos más del pueblo.

Como podréis imaginar tomé el camino de la izquierda.

Avance unos pocos metros y entonces la vi por primera vez. Una vetusta torre de ladrillo y hormigón se alzaba desafiante en medio de un amplio páramo de vegetación.

– ¿Qué hará esto aquí en medio? – Me pregunté extrañado. El torreón estaba rodeado de plantas, arbustos y nogales. La decrépita edificación no tenía sentido alguno en dicha zona. Estaba intentado descifrar cual podría ser su uso cuando creí oír una voz infantil.

– ¡Niño! –

Dudé por un instante. Si, era una voz infantil, ¿o tal vez el ruido del viento entre las ramas de los árboles? Mi efervescente imaginación podría estar jugándome una mala pasada. Escudriñe la torre de forma infructuosa buscando al autor de dicha voz.

– ¡Niño!… ¿Quieres jugar? –

Esta vez no tuve dudas, era una voz infantil, pero no, no era la de un niño.

Me explico. Si que sonaba infantil no cabía duda, pero era una voz impropia, no se sentía dulce. Era áspera, discordante, con filo. Y sobre todo, muy inquietante. El frio comenzó a inundar aquel páramo de una manera anómala e intensa. A la par, un desagradable olor a putrefacción me alcanzó, generando en mi unas nauseas que a duras penas logré contener. Ojeé compulsivamente la torre pero allí no había nada ni nadie. Un crujir de ramas entre los arbustos de aquel sombrío paraje hizo que volteara mi cabeza. Entonces lo vi.

Lo que hallé me consternó. Frente a mí, fundido entre los matorrales, emergía la figura de un niño que observaba la torre con gesto severo. Su ropa harapienta y su faz blanquecina contrastaba en extremo con sus ojos, o lo que quiera que fueran, ya que la sensación desde la distancia que me separaba de aquello, era que en sus cuencas solo había oquedad, un vacío dominado por el negro, un negro absoluto. El color más opaco y oscuro que jamás contemplaría durante el resto de mi vida.

Aquel ser giró levemente su cabeza hasta clavar su mirada en mi descompuesto rostro. A pesar de los ojos absolutamente vacuos, había algo en su expresión que me resultaba familiar. Comenzó a mover lentamente los mortecinos dedos de su diestra hasta señalarme. Juro que sentí la sangre helarse en mis venas. Nos miramos fijamente durante unos segundos que se me antojaron eternos hasta que, de una forma abrupta y antinatural, su cabeza giró, cayendo horizontal sobre el hombro derecho en un ángulo imposible, no compatible con la vida. Y en esa dantesca pose, me sonrío.

Me dedicó una sonrisa espeluznante. Era la sonrisa más aberrante y grotesca que podría recordar jamás. Quise gritar, pero mi colapsada garganta era incapaz de emitir sonido alguno, el vello de mi cuerpo, totalmente erizado, me producía un inquietante escalofrío en cuello y extremidades, y un temblor nervioso inundó mi cuerpo, fuera totalmente de control. Estaba bloqueado, incapaz de reaccionar, de moverme, sin poder apartar la mirada de aquel deleznable ser.

El miedo era dueño absoluto de todo, se había apoderado de mí como nunca jamás había sentido, un miedo desproporcionado digno de la sobrenatural escena. Desgraciadamente, no iba a ser lo peor.

Dentro de mi estado de shock, cuando realmente sentí auténtico pánico fue al descubrir el por qué aquel ser me resultaba tan familiar. En un instante reconocí su ropa, su pelo, y hasta la espantosa sonrisa tenía un claro origen. Rompí a llorar desaforadamente. Entendí que ese niño que me señalaba, que me miraba fijamente, por algún motivo que se escapaba a mi raciocinio, ese niño, era yo.

En medio de tan aterrador descubrimiento, un agudo sonido que aumentó progresivamente de intensidad inundó vertiginosamente mi oído izquierdo. Descubrí ya muy tarde que era el sonido de un claxón, justo antes del fatídico impacto.

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Antonio Hermoso. Najerino aficionado a las máquinas recreativas, publicista y diseñador web.

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